Torrevieja, 30 de Agosto 1912. Publicado el 2 de Septiembre en El Tiempo.
Apenas se le nombra en los mapas; por maravilla se indica en alguno, muy particular y detallado; y en las minuciosas cartas de navegación.
Un ligero saliente en la línea ondulada y sinuosa de la costa, una pequeña prominencia de tierra adentrándose sobre el mar.
Su nombre geográfico está casi perdido, sustituido entre las gentes del contorno por otro más vulgar y corriente: el Torrejón, que alude a las toscas ruinas en su altura existentes de una de aquellas torres de vigilancia, que en los tiempos aventureros de la audaz piratería se alzaban a lo largo de los hispanos litorales «para defender la playa contra los riegos del mar».
Una excursión a sitio tan ameno y encumbrado, desde donde se contemplan entre un viento vital y permanente largas millas de Mediterráneo, es cosa que siempre atrae al veraneante a pesar de las molestias del paseo y lo laborioso de la ascensión.
Salir al mediar una tarde agosteña, armados de cualquier báculo o quitasol; hacerse al tortuoso y polvoriento camino de la Mata, llevando como distracciones a la monotonía del sendero el saltar mezquino y espantadizo de alondras y nevatillas, y el huir nervioso y rápido de las lagartijas en los matorrales; atravesar raquíticos viñedos, empolvado el verdor alegre de sus pámpanos con la nota báquica y alegórica de los negros racimos.
Tierras pedregosas labradas que bostezan al sol en su infecundidad salobre, donde tal vez algún robusto sicomoro patriarcal ofrece su pequeño dosel de sombra, como para un idilio campestre; extensos melonares sedientos con sus redondos frutos recostados, como cabezas en las almohadillas del surco.
Irse internando por el erial, olvidados ya de la brisa y de todo recuerdo marino, como en el corazón de un campo cálido y desolado, donde blanquea alguna lejana casita con el sombraje vestibular de la parra, como guardiana de viñas y barbechos.
Y pasadas elevaciones y declives, serpeas irregulares y quebrados, déjase el borroso camino cuya ruta solo se conoce por las huellas paralelas de los carros entre la parda tierra; y comenzamos a ascender por la falda de una erguida colina cuyos flancos roquizos están llenos de piedras y arenisca.
Y cuando subimos a la cumbre, como premio a nuestra fatiga, mientras una ráfaga húmeda de aire saludable viene invisible a darnos ósculo, el mar hermoso despliega ante nuestros ojos su infinita y eterna poesía, haciéndonos exclamar en nuestro entusiasmo el grito jubiloso de los diez mil helenos, el «¡Thalatta!» de los soldados de Jenofonte al descubrir el Ponto.
Desde allí ¡qué bello panorama!
El cielo diáfano abrasándose lejos con el mar azul en una línea inmensa que rompe a veces la albura de una vela que avanza hacia la costa.
Sobre el añil esmaltado, efímeras crestas de espuma; humo lejano y brumoso qué nos hace adivinar el paso remoto de algún negro transporte en busca de extranjeros puertos, lleno de carga y de aventuras.
Abajo, a nuestros pies, la querella sinfónica del mar, su canturía soñolienta, los peñascos roídos y desgastados por el beso amargo de las olas.
Dilátase la líquida llanura en millas numerosísimas de zafir con rizos de surcos ondulantes y encajes inmaculados en la ribera, donde los pequeños golfos de las calas yerguen su original y pardusco acantilado, de color y estructura como de corcho, y las playas serenas y lejanas abren su concha dorada al sol de la tarde.
A la derecha la próxima ensenada de Torrevieja, la pintoresca orilla de San Pedro, el refugio cándido del Estacio, con la línea cenicienta de las montañas de Cartagena.
A la izquierda el exiguo caserío de la Mata, la bahía amplia de Santa Pola con el pueblo blanquecino en su seno; y Guardamar con sus pobladas dunas y la mancha terrosa en su playa de la desembocadura del río.
Y allá, al fondo del mar, una delgada cinta de oro salpicada de nevados puntos nos muestra la costa isleña de Tabárca, nido de sencillos pescadores y de gaviotas libres.
Este es el mar de Eulises y de Eneas; el mar mismo encantado y sublime que baña las randas de islas griegas y las madreperlas latinas; sobre cuya móvil superficie bogaron trirremes armónicas y carabelas de cruzados, y galeones de conquistadores, y cárabos moros; que une con el abrazo de sus ondas pacíficas a las tres gemelas repúblicas románicas, dándoles maternalmente vida, tráfico, inspiración.
El mar celeste y cristalino que han cruzado tantos reyes y tantos ejércitos; tantos apóstoles y tantos poetas; que emana brisas de leyenda, música de mélicas canciones, aromas paganos del huerto de las Hespérides, un espíritu culto y poético haría en esta cumbre supremas evocaciones.
Una sensación de aislamiento te infiltra en el espíritu en la altura de este promontorio donde las ruinas esqueléticas de un pequeño cuartel de carabineros resisten el azotar casi continuo del viento de Levante.
Sentado en una de aquellas rocas ante una alfombra tan inmensa, con tantas barcas distantes bajo nosotros, como a nuestros pies, sentimos el dominio del hombre sobre la naturaleza, nos imaginamos soberanos de su magnificencia, como un monarca que contemplara sus territorios desde la atalaya.
Pasa lejos una fragata con un plumaje de velas nítidas; ¿de qué costas vendrá este romántico velero?
Y la imaginación ávida y voladora sigue su ignoto rombo. Y cuando descendemos de esta cima, llenos de oxígeno y de ilusión, ya el crepúsculo de ópalo y violeta se espeja en la superficie de la salina anchurosa, como en una lámina de plata bruñida.
A. SOBEJANO.
La fotografía aérea que ilustra el texto es muy posterior.
Archivo Sheila Chocron.
FUENTE: https://www.facebook.com/ajomalbacosta
Queremos dar las gracias a Antonio José Mazón por su aportación y buen trabajo a recopilar y dar a conocer los recuerdos de Torrevieja.